martes, 5 de diciembre de 2017

La historia jamás contada de la vida íntima de Barreda, a 25 años de la matanza de La Plata

Hace más de 25 años, Ricardo West Ocampo, que por aquel entonces era un columnista del diario El Día, me confió una experiencia que hoy cobra un valor relevante. Es la primera vez que la hago pública, porque tal vez fue premonitoria del drama que se avecinaba en la casona de la calle 48 entre 11 y 12, donde vivía el odontólogo Ricardo Barreda con su familia.




Hace más de 25 años, Ricardo West Ocampo, que por aquel entonces era un columnista del diario El Día, me confió una experiencia que hoy cobra un valor relevante. Es la primera vez que la hago pública, porque tal vez  fue premonitoria del drama que se avecinaba en la casona de la calle 48 entre 11 y 12, donde vivía el odontólogo Ricardo Barreda con su familia. Aquella vez, mi colega se disponía a levantar un ejemplar de su diario, que estaba asomado por debajo de la puerta del garage de la entrada imperial de la vivienda. Su intención era ojearlo, mientras esperaba ser atendido en el consultorio. Pero quedó perplejo frente a una voz metálica que lo paralizó. ¡No lo toque, por favor, no quiero tener un altercado con mi mujer y mis hijas!. Quien se expresaba de esa manera, pálido y tembloroso, era el mismo hombre que desataría días después la más horrorosa de las matanzas que recuerde la ciudad de La Plata. West Ocampo me reveló esta historia porque llevaba años atendiéndose con Barreda. Comprendió entonces frente a esa actitud, que el territorio de la casa de la calle 48 estaba parcelado. Por un lado vivía la familia y por el otro, el dentista. Como si fuesen Montescos y Capuletos, dos bandos que se mostraban en la intimidad como protagonistas de una guerra palaciega que contaminaba el ambiente.
El profesional, sólo podía utilizar el consultorio y un pequeño departamentito, con salida independiente, tal como lo habían acordado. Esa casa la habían comprado años antes, luego de vender la primera vivienda, y recibir la ayuda financiera de la suegra.
West Ocampo no salía de su asombro como aquel personaje tímido, que le pedía disculpas cuando el torno dolía,  de pronto se convirtió en un símbolo satánico de doble cara. Una vez ocurrido el hecho, la opinión pública tomó partido. De una de las veredas se ubicaron los defensores de la lucha contra la violencia de género, con una tormenta de adjetivos. Y de la otra,  los fogoneros del humor macabro, que transformaron a Barrera en una suerte de "ídolo" popular por haberse atrevido a terminar con la vida de su mujer y su suegra. 
 
LA ESCOPETA QUE LLAMO A LA MUERTE
 
Este miércoles 15 se cumplieron 25 años de lo sucedido aquel domingo de espanto, cuando Barreda tomó una escopeta y disparó hasta el hartazgo sobre los cuerpos de su esposa, su suegra y sus dos hijas.  Poco tiempo después trató de justificarse, señalando que lo maltrataban y lo llamaban "Conchita". Señaló entonces que simplemente explotó en un arranque de furia. Eso dice aún y me lo repitió durante una entrevista que le hice hace años en la Unidad 9, donde se encontraba cumpliendo su condena. Es todo lo que se puede saber porque la única versión de los hechos que sobrevivió es la suya. Es probable que nunca podamos desenterrar la verdad, porque cuando insistí en llegar a fondo, Barreda se blindó. Se metió dentro de un caparazón, encogió los hombros y enmudeció repentinamente, como si los demonios hubiesen brotado abruptamente del infierno para amenazarlo. 
Hasta el día de hoy no pude comprender como este individuo de tono pausado, que era considerado un buen vecino, que trataba bien a sus pacientes, que era un tipo tranquilo y asiduo concurrente del Jockey Club donde se codeaba con la sociedad platense, eligió la salida más cruel frente a su supuesta situación humillante. Tal vez si se hubiese marchado de la casa, las muertes se podrían haber evitado. Pero estaba escrito. Cuando se lo pregunté, también enmudeció y bajo la cabeza. La explicación que brota por los poros del expediente, da cuenta que la relación con su familia venía echa trizas desde hacía años.Los dos bandos trataban de evitarse al circular por la casa, para no caer en las permanentes y decadentes ofensas.
La situación fue en franco deterioro, casi de manera insoportable. Hasta que ese domingo 15 de noviembre de 1992 sobrevino el peor desenlace . El odontólogo, siguiendo su relato ante el tribunal, le dijo a su esposa, Gladys McDonald (57) que iba a limpiar las telarañas del techo y ella le contestó con desdén. Entonces, él cambió de idea.
Iba a podar la parra del jardín. Fue un giro determinante. Al abrir el depósito para buscar las herramientas, Barreda se topó con la escopeta Víctor Sarrasqueta, calibre 16,5, que le había regalado su suegra tiempo atrás. La tomó con los ojos relanpagueantes y fue hasta cocina donde estaba su mujer y su hija, Adriana, de 24 años.
 
EL ULTIMO GRITO DE SU HIJA CECILIA
 
Mató primero a su esposa y le disparó después a Adriana. Al oir los estruendos, Elena Arreche (86), su suegra, bajó las escaleras, pero no llegó a ver lo que pasaba pues Barreda la sorprendió a mitad de camino y la mató.
 "Lo peor es que a Adriana, mi hija menor, no la quise matar", contó un enfermero que cuidaba al ex odontólogo, mientras estuvo internado en el hospital de General Pacheco. Por último mató a Cecilia, su otra hija de 26 años que al ver a su abuela muerta llegó a gritarle antes de morir: "¿Qué hiciste, hijo de puta?
Barreda pensó mucho su coartada, antes de abandonar la casa. Juntó prolijamente cada uno de los 8 cartuchos que había utilizado para masacrar a su familia y los guardó en su flamante Ford Falcon. Allí también escondió la escopeta, para luego desordenar algunos cajones, con la idea de simular un supuesto intento de robo. Salió de la casona, fue a dar un paseo por el zoológico, llevó unas flores a la tumba de sus padres, tiró los proyectiles servidos en una boca de tormenta, arrojó el arma en un arroyo cerca de Punta Lara y pasó a buscar a Hilda, su amante. Con la mujer estuvo en un motel, para luego comer una pizza y tomar una cerveza en un conocido bar platense. Ya al anochecer, regresó a la escena del crimen.
Cuando llegó, abrió el pesado portón del garaje, guardó el auto y encendió las luces. Lo esperaba su propio escenario macabro, convertido en un verdadero baño de sangre. Ahí recién llamó a un servicio de emergencias médicas. "Vengan, entraron ladrones y lastimaron a mi familia", dijo Barreda. La noticia corrió como reguero de pólvora: en un extraño asalto habían matado a toda la familia de uno de los odontólogos más conocidos de la ciudad. Cuando llegaron los investigadores, todo lo que relataba el dentista les resultaba sospechoso.
Fue tan imperfecto su testiumonio, que el entonces titular de la comisaría 1ª, un comisario llamado Angel Petti, invitó a Barreda a tomar un café en su despacho. Cuentan que el jefe policial lo miró y, sin rodeos, le dijo: "lea doctor", mientras le pasaba un Código Penal, abierto en la página donde aparece el artículo 34, que establece la inimputabilidad. Barreda no habló. Se colocó los lentes y leyó muy despacio, una y otra vez. Ese día Barreda contó con su característico tono monocorde los detalles de la masacre. "Yo las maté, porque me humillaban", habría dicho.
 
EL DENTISTA QUE SE GANO A LOS RECLUSOS
 
Por lo que pude averiguar cuando lo entrevisté en la cárcel, Barreda se hizo querer en sus días tras las rejas. Los reclusos lo cuidaban y hasta le hacían de comer. Estaba en una suerte de pabellón vip, donde compartía sus horas con un escribano de la zona de Recoleta que había cometido una estafa multimillonaria, un contador del Banco Provincia que se quedó con una suma superior al millón de dólares y el primo de un conocido empresario períodistico, hombre oriundo de Bahía Blanca, que había asesinado también a dos mujeres y que fue extraditado desde EE.UU donde lo localizó Interpol. Este sujeto llamado Jorge, motivado por la venganza, asesinó a su ex pareja Alicia Lía Solana y a su ex suegra Sila Peralta Bergna. Fue en abril de 1976, en una casa de la primera cuadra de Yrigoyen. Alicia había decidido cortar la relación con Jorge y él la había amenazado. Lo que delató al hombre fueron sus propias pintadas con un rotulador en las paredes interiores de la casa: los peritos confirmaron que se trataba de su letra. Jorge , también encontró en Barreda un personaje que de alguna manera le servía para atenuar el peso de su doble homicidio.
El día que Barreda tuvo que afrontar el juicio en 1995, donde lo condenaron a prisión perpetua, sus compañeros de pabellón se levantaron casi de madrugada y lo ayudaron a vestirse para devolverle su fisonomía de profesional. Luego estuvo 11 años en la Unidad 9 de La Plata. Allí consiguió armar un pabellón destinado a visitas higiénicas. Una suerte de hotel alojamiento del que podían usufructuar los reclusos de buena conducta. 
 
LA MISTERIOSA RUBIA DE LOS VIERNES
 
Durante los días de visitas y cerca del mediodía, en la cola de familiares se podía observar la presencia de una mujer rubia, de figura atractiva, de unos cincuenta años, cabello platinado y ropa ajustada. Todos la señalaban como "la amante del doctor".  Cuando le preguntaban, Barreda confesaba ante sus compañeros que le gustaban las "mujeres volcánicas, las que te hacen sentir Tarzán". Cuando le pregunté por aquella rubia, sonrió de manera socarrona y levantó los hombros, dando a entender que  "todos tenemos derecho a un mimo".
Estuve dos horas entrevistando a Barrera. Hablamos de "los días interminables" dedicados a la lectura, las ranchadas rememorando viejas historias y los vericuetos jurídicos para soñar con atenuar un poco la pena. Pero en todos los escenarios, Barrera nunca largó prenda sobre su sangriento secreto mejor guardado.
Los guardiacárceles también lo respetaban. En la Unidad 9, estuvo hasta el 2007 y por su buena conducta obtuvo el beneficio de la prisión domiciliaria. Entonces se fue a vivir con su nueva pareja, la docente Berta "Pochi" André, a Belgrano.
Allí permaneció hasta 2014, cuando la Justicia consideró que la relación con Berta se había vuelto "peligrosa". El odontólogo fue trasladado entonces al penal de Olmos. A fines de 2015, la Sala I de la Cámara de Apelaciones le dio la libertad condicional y se mudó a Tigre. En mayo, la Justicia consideró cumplida su condena y se convirtió en un hombre libre.

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